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domingo, 16 de noviembre de 2008

Por Vampiro

Pues ahora comenzaremos con el apartado literario por parte de Horace Walpole y su novela “El castillo de Otranto” que inauguró con su publicación, allá por el año 1764, el género conocido como «novela gótica»; gracias a ella y a otras obras similares, el imaginario tenebrista, repleto de castillos en ruinas, abadías tétricas, caballeros misteriosos y apariciones fantasmales, cuajó como movimiento literario y encandiló a los primeros románticos.
Hoy, siglos después, los elementos que contribuyeron a que novelas como ésta triunfaran y sentaran precedentes no causan el mismo efecto sobre el lector. De hecho, los recursos góticos han sido tan sobreexplotados por la literatura —y, ya en el siglo xx, por el cine— que sus entresijos y resultados han devenido demasiado cotidianos. Las intrigas misteriosas y sobrecogedoras de Walpole, o de Matthew Lewis, han perdido su frescura, debido sobre todo al auge que tuvieron en su momento (y en periodos sucesivos) y a ese posterior (re)utilización.
Leyendo ahora “El castillo de Otranto”, uno no puede menos que admirar la inocencia de los lectores de antaño, que se identificaban emocionalmente con la historia sin exigir de ella más que unos cuantos momentos de tensión y romanticismo. Las heroínas abnegadas, como la protagonista, Matilda, resultan de una candidez apabullante; los héroes, como Theodore, hacen gala de una nobleza de carácter inhumana. Todos los personajes se encuadran en unos patrones rígidos y arquetípicos, tan obvios que casi es posible intuir el desarrollo del libro con muchas páginas de antelación. Como es lógico, no se puede echar en cara al autor este abuso de los estereotipos, puesto que el estilo literario de la época (incluso los recursos a su alcance) marcaba la senda a seguir y era difícil apartarse de ella.
Sí se le puede achacar, no obstante, el utilizar a los fantasmas y a los aparecidos para llevar la historia hasta su desenlace, sin reparar en las incongruencias en las que incurre. La trama de profecías y herederos desconocidos no es complicada, pero el recurso del deux ex machina empaña la buena labor de Walpole a la hora de plantear los prolegómenos de la historia. El autor domina a la perfección el arte de situar la trama en el espacio y en el tiempo, recreando una atmósfera muy vívida (o varias, como ocurría en “Cuentos jeroglíficos“) que sumerge al lector con rapidez y efectividad en los acontecimientos. Ese detalle, que en una obra de las características de “El castillo de Otranto” es muy importante, se ve socavado por la inocente y vana utilización de apariciones misteriosas para encauzar los hechos o las acciones de los protagonistas. Sin apenas explicación, Walpole se vale de enormes piezas de armadura o de figuras que surgen de los lienzos para introducir algunos giros en la trama que, de otra manera, serían inconcebibles. Lo malo, claro está, no es el empleo de este recurso en sí, sino la evidente espontaneidad que sugiere, la falta de trabazón entre los elementos de la historia. Parece claro, después de terminar la lectura, que el autor no había tenido en cuenta muchos detalles mientras redactaba la obra, y que la única forma de unir cabos sueltos era echar mano de la fantasía como herramienta narrativa.
Para bien o para mal, este tropiezo (para otros podrá ser considerado un acierto) definió unas directrices que muchas novelas siguieron después, con mejor o peor fortuna. “El castillo de Otranto” no pasa, hoy por hoy, de ser un entretenimiento cándido y ligero, una obrita para pasar un buen rato sin mayores pretensiones; posiblemente eso es lo que era también en su momento, en realidad. No creo que el libro tenga muchas más virtudes, amén de su novedad relativa y la buena mano de Walpole para las narraciones de época, aunque tampoco creo que haga falta empeñarse en buscarlas.
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